“NONATOS”
Por Emilia del Carmen Nava
Luna
Dos pequeños cuerpos sin vida
me entregaron ese día. Había pasado lo único que no deseaba que sucediera pero
tuvo que ocurrir o yo moriría y ellos sin mí no tendrían nada, a nadie; mis
hijos nonatos eran gemelos, lucharon lo más que pudieron pero la que no había
podido sostenerlos era yo. El obstetra me dio la noticia de que estaba
embarazada hace cuatro meses, hacía ya tres meses de mi último encuentro
contigo, fue el día más feliz de mi vida aunque después me enteré que tú preferías
quedarte con tu prometida, que te daba -igual que si fuera una mala telenovela-
dinero, posición social y sobretodo un buen puesto en el negocio de la familia
de ella. Cuando te lo dije me comentaste que no le faltaría nada a mi hijo,
siempre y cuando fuera un niño, que si era una pequeña sola me hiciera cargo de
la bebé, no sería tú hija. Para tus condiciones y limosnas decidí criar a mi
pequeño yo solamente. A los dos meses no sabía que serían gemelos, hace dos
meses que fui a la consulta normal y a que me hicieran el ultrasonido para
saber cómo estaba mi pequeño, el doctor escuchó dos corazones latiendo, tres si
contamos el mío, diría que la alegría era doble pero soltera no tengo mucho con
qué mantener a mis dos hijos. Acepté el reto porque ya no había vuelta atrás y
aunque el patán de su padre me dejó sabía que podríamos hacer las cosas, mi
mejor amiga me apoyaría por un tiempo ya que sería la madrina de ambos
pequeños; pero aún así dos niños no es sencillo criarlos. Entre las dos
rentamos un departamento, los amigos nos ayudaron a acondicionar el sitio dado
que no podía cargar mucho, pintaron el cuarto de los gemelos, me regalaron un
par de cunas, un cambiador y una cómoda para los nuevos integrantes de la
familia; no tendrían un padre pero a cambio de eso tendrían muchos tíos que los
amaran y cuidaran mejor que cualquier otra persona. En mi casa no querían saber
de mí, fui la vergüenza de la familia, afortunadamente con mi trabajo, con el
apoyo de mis amigos no me faltaba nada, no les faltaba a ellos nada. Comenzamos
a pensar en los nombres, no sabíamos su sexo, si eran niñas se llamarían
Victoria y Macarena, en cambio si resultaban ser niños sus nombres serían:
Eduardo y Joaquín; si alguno de sus tíos proponía un nombre más se anotaba en
una lista pues ellos decidirían uno más, ya que los primeros eran mi decisión.
Iniciamos con las compras de pañales y de ropa para los nuevos integrantes de
la familia, quienes nos visitaban llevaban algo siempre: ropa para ellos,
biberones, baberos, peinecitos, juguetes. Todos apostábamos con que serían
niños. Casi nadie deseaba fueran niñas.
Hace un mes fui a una
consulta rutinaria, el ultrasonido no presentó ninguna irregularidad, parecía
que el embarazo de seis meses llegaría a su final en tres más sin contrariedad
alguna; respiré aliviada, había tenido un par de malestares pero parecía que la
única razón de ello era la gastritis pues, no podía tomar nada que me irritara
mientras estuviera embarazada. El ginecólogo confirmó mi teoría, no me alarmé
más y continué una semana más sin problemas, sin miedo. Mi calvario inició hace
tres semanas cuando me desperté una madrugada llorando de un dolor en mi
vientre, aquello ya no me parecía normal del todo, le hablé a mi Karla, mi
mejor amiga; fue alarmada a mi cuarto pues le asusté con mis gritos. Me llevó
un té de manzanilla por si era un malestar estomacal, logré dormir un poco. Karla
me despertó en la mañana para que me levantara y fuera al trabajo; no pude
hacerlo, a penas reaccionaba a la voz de ella, según me dijo hace un par de
días. Le llamó a mi médico, quien al parecer llegó una hora después, me examinó
y algo estaba fuera de lugar, algo no iba bien. El doctor entonces pidió una
ambulancia para trasladarme al hospital, necesitaban hacerme estudios y no sé
qué demonios más.
La tarde me la pasé en
observación, el ultrasonido revelaba que los pequeños se habían comenzado a mover
de manera extraña, podría ser que la placenta se hubiera roto y el líquido
amniótico la traspasara, entrando a mi sistema. Quizás uno de ellos tendría un
problema bascular, no atinaban, me hacían ultrasonidos cada hora, monitoreaban
los latidos de mis hijos, todo estaba perdiéndose. Al anochecer apareció mi
madre gritando como loca pidiendo que los médicos me atendieran sólo a mí, que
dejaran de hacer lo que tuvieran que hacer prestándome toda la atención
posible. Las enfermeras tuvieron que darle un calmante para que pudiera entrar
a la habitación donde estábamos. Así pasamos dos días, hasta que de pronto la
fuente se rompió, habían comentado los doctores que posiblemente habría que
hacer una cesárea pero, los niños no sabíamos si iban a sobrevivir, les pedí
que nos dejaran soportar lo más que pudiésemos para que ellos nacieran, que en
el momento que el ginecólogo viera necesaria la operación se hiciera con la
plena seguridad de que los pequeños sobrevivirían; demasiado soportamos los
tres para lo que en realidad teníamos.
La cesárea fue eterna, o al
menos eso me pareció, cuando estuve en condiciones de poder preguntar por mis
pequeños mi madre me vio aterrorizada, temerosa de decirme lo que sucedía.
Karla no me veía a los ojos, nadie me daba razón de ellos, sabía que estaban
débiles, tanto como yo. Les pedí que llamaran al doctor y que él me explicara.
Cuando entró a la habitación, le vi a los ojos, él mirándome fijamente me dijo
con voz pausada, seria: están en la incubadora, no podemos asegurarle nada pero
haremos todo lo posible para que sobrevivan los pequeños. El médico iba de
salida cuando alcancé a preguntarle qué eran mis niños. Una niña y un pequeño;
las lágrimas rodaron por mis mejillas, mis pequeños Victoria Macarena y Joaquín
Eduardo, como les bautizamos, desde ese instante estaban al cuidado de San
Ramón Nonato, el Santo de los no nacidos. Por la noche me pude levantar
pidiendo encarecidamente que me llevaran ante mis hijos, al verlos en la
incubadora, conectados a varios aparatos que desconocía, veía como si les
estuvieran haciendo transfusiones. Le pregunté a una de las enfermeras por qué
estaban así, atinó a decirme que había un mal en que uno de los gemelos recibía
más sangre que el otro, y el otro a su vez la obtenía en exceso, por desgracia
es un síndrome casi normal, pero al no ser atendido a tiempo la niña había
nacido con anemia, mientras que el pequeño sufrió un aumento en la presión
arterial, estaban tratando de regular el flujo sanguíneo de ambos. Decían las
enfermeras que sería fácil salvarlos pero no contábamos con el hecho de que no
tenían más de seis meses de gestados, comencé a rezar por ellos para que la
vida les llegara como un soplo de viento y así poderlos abrazar, darles amor,
alimentarlos y verlos crecer. Tenía fe, tanta, que me importaba poco el estado
en que me encontraba.
Después de la cesárea no me
di cuenta que al hacer el esfuerzo para pararme a ver a mis hijos la herida no
estaba cicatrizando como debería; me tuvieron que atar, literalmente, a la cama
para que no me levantara al menos por un día. Cuando dormía me despertaba
gritando por mis bebés, quería verlos, me urgía saber cómo están y cuál era su
estado. El doctor decía lo mismo: estamos haciendo lo posible.
Me recuperé lo más que
rápido que mi cuerpo quería, pero mi ánimo no cambiaba, por el contrario
decaía. Me dieron de alta pero estuve más tiempo en la clínica que en mi casa,
me tenían que llevar a la fuerza a que descansara un poco, estaba medicada para
poder dormir, de hecho aún lo estoy. Los gemelos no evolucionaban, por el
contrario Victoria parecía decaer cada día más, sin embargo hace una semana, el
doctor se acercó a mí y me dijo algo que jamás pensé soportar: Joaquín Eduardo
no mejoraba, si no había alguna reacción positiva por la noche, lo más seguro
era que no la pasara. Recé implorando a Dios que no me los quitara, que haría
lo imposible porque nadie les hiciera daño; prometí y rogué, a la mañana
siguiente mi pequeño hijo murió. Un día después Victoria Macarena falleció.
Me entregaron dos
cuerpecitos que prácticamente cabían en mis manos, los besé, su piel estaba
fría, sin calor, sin vida, derramé lágrimas y sigo haciéndolo no encuentro
consuelo. ¿A qué vine? Realmente no lo sé, eran tus hijos, tenía que decírtelo,
siento si te he causado una alegría en vez de una pena, pero con alguien más
tenía que compartirlo. Por cierto ¿Recuerdas que me encantan las fotos de los
angelitos?, sí, esas fotos que tomaban a los niños muertos, pues aquí te dejo
la de los pequeños antes de que fueran incinerados. Tal vez ella tenía tu
cabello y él tu mirada. Eso nunca lo sabremos, pero ellos te hubieran amado,
aunque nunca te llegaran a conocer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario