sábado, 13 de abril de 2013

"EL VAGÓN DE JOSÉ"


“EL VAGÓN DE JOSE”

Por María Carmen González Cano

En unas vías cercanas al lago se encontraba José sentado. Un niño de 6 años que no tenía preocupación alguna, sólo quería jugar, comer y dormir.
El jugaba en las vías del tren. Al ver que sus amigos crecían y dejaban de jugar en las vías decidió subirse a un vagón.
¿Cómo puedo subir al tren? Dijo José.

Pasó un hombre con apariencia desagradable, sin una pierna y sucio. Y le dijo: Sube José. El niño fascinado subió a la cabina y empezó a tocar todos los botones, y se dio cuenta que el tren empezaba a avanzar.
José dijo: ¡Por fin me subí al tren! pero ahora que avanza como puedo bajarme.
La velocidad era lenta. Pero el niño jamás se dio cuenta que ya habían recorrido un buen tramo.
El vagabundo dijo que se dejara llevar hacia donde el tren lo dirigiera, porque a partir de ese día José iba a ser libre y recorrer todo el mundo si él quería. José entusiasmado ni siquiera hizo el intento por bajarse ya que veía al vagabundo feliz, tal vez sucio, pero feliz porque él viajaba mucho.
El vagabundo empezó a contar cada experiencia en el vagón, y daba gracias al vagón por darle tantas enseñanzas y maravillosas experiencias, José no dejaba de preguntarle todas las historias que mil veces repetía.
Los padres de José lo buscaron y nadie sabía de él. Parecía que se lo había tragado la tierra. Su familia estaba triste pues José solo tenía 6 años y se había perdido, un niño muy tierno y cariñoso que nunca dio lata a sus padres. Pasaron unos días y José se encariño del vagabundo y del conductor del vagón.
Ellos dos serían sus dos mejores amigos. Cada uno le contaba a José las experiencias y José siempre los escuchaba muy atento.
José conoció lagos, barrancas, pueblos hermosos. Todos los días conocía algo nuevo, amaba la comida y cada pueblo consentía tanto a los ferrocarrileros que jamás hizo intento alguno por regresar a casa, José ya era parte de la familia del vagón.
El vagabundo un día por la noche se sintió muy mal. José, preocupado por él, preguntaba a todos ¿Por qué duerme tanto? ¿Está enfermo? ¡Dios mío! ¡Ayúdalo!, no quiero que me deje solo. El chofer agachó la cabeza, cerró los ojos y abrazó a José.
Lo siento José, él ha muerto.
José bajó del vagón y camino por las vías llegando hasta el siguiente pueblo. No dejó de llorar puesto que él lo veía como un padre, como ese amigo que jamás se cansó de jugar con él.
El chofer conocía tanto a José, que sabía que lo encontraría en el siguiente pueblo, así que decidió ir a buscarlo y decirle que así era la vida de un tren. Además le dijo: “Los amigos, los pueblos y todo lo que se conoce durante el recorrido del tren son pasajeros, y debemos estar preparados para cuando el tren pare. La vida es así, tenemos que estar preparados para saber decirle adiós a las personas y las cosas que tanto nos hicieron feliz algún día”.
José le dijo al chofer que él quería ser el mejor ferrocarrilero.
El chofer enseñó a José a manejar el vagón, y como él ya se sentía cansado y quería descansar decidió hablar con sus compañeros y dijo: “De hoy en adelante, mi vagón será de José. Él será el dueño de mi vagón y quiero que todos lo ayuden por que él será el mejor”.
José estaba con lágrimas en los ojos. Abrazó fuerte al chofer y le dijo que jamás se iba a arrepentir de darle el vagón, que él iba a ser el mejor y haría que
sus pasajeros tuvieran un recorrido agradable. Al escuchar esto el chofer decidió bajar en la siguiente parada y José se haría cargo del vagón durante el resto de su vida.
El tiempo pasó y José llegó a ser un gran conductor y además era un buen amigo. Todos los días saludaba a los pasajeros de su vagón. Era tan atento que los pasajeros siempre querían viajar cuando él estaba a cargo del tren. Sabía que no debía encariñarse demasiado porque la gente era como el vagón, no se sabe cuándo se detendrán ni cuando avanzarán. Solo tenía que dejarse llevar.
Un día subió una linda muchachita que llevaba en brazos a un bebé.
José, ni tardo ni perezoso, bajó a ayudarla y le dio el asiento más grande y cómodo que había. La joven al ver lo apuesto que era José, sonreía, y ruborizada, se sentó con él.
Los pasajeros decían: “¡José! ¡Prende esa máquina! ¡Queremos salir!” José, apenado y ruborizado, inició marcha y avanzó.
La jovencita fue a buscar a José al término del recorrido, y José le dijo que se quedara con él, que ella era el amor de su vida. Un amor a primera vista. El amaría tanto a ese hijo aunque no fuera de él.
La joven había tenido una vida llena de golpes y desamor por parte de sus padres. Y por eso se había ido con un hombre que sólo la maltrato más. Al saber que iba a ser madre la echó a la calle como perro. Ella sola salió adelante y tuvo a su hijo. El día que encontró a José el pequeño solo tenía días de nacido. Y al ver que José era un hombre bueno, guapo y sencillo, decidió quedarse con él.
José no pregunto nada. Sólo dijo que quería que ella estuviera con él. Nunca tuvieron un lugar fijo, porque el trabajo de José así lo requería. Pero a la mujer nunca le importo. Ella era feliz y no dejaba de recodarle lo maravilloso que él había sido con ella. José era un buen padre y esposo. La mujer nunca tuvo un reclamo ni disgusto, siempre fueron muy felices. Él siempre jugaba con su hijo y le enseño tantas cosas, que el niño adoraba a José. Nunca supo que José no era su padre. Por qué José amaba tanto a su mujer y al niño; pues lo había cargado en brazos desde los primeros días de nacido. Era imposible negar que él era su hijo.
El tiempo pasó y la mujer decidió quedarse en un pueblo para que su hijo estudiara y fuera un buen hombre, no quería dejar a José, porque sabía que pasarían meses o años tal vez en volver a verlo. Pero decidió bajar y empezar una vida en el siguiente pueblo para que su hijo creciera. El niño bajó del tren y con los ojos llorosos le dijo a su papa que él estaría orgulloso. Él quería ser Maestro y lo lograría.
José no tuvo otra alternativa más que decirles adiós, y seguir con su camino en el vagón, recordó lo que algún día le habían dicho, “Todos somos como el tren, nunca sabemos cuándo nos detendremos o cuando avancemos, pero solo cada uno de nosotros sabemos cuándo estamos listos para seguir”.
El tiempo pasó y José, por más que trataba de mover las rutas, solo veía a su hermosa mujer y a su hijo 2 veces por año. Ellos se acostumbraron a que así fuera y esperaban tanto esa fecha, que al llegar ese día hacían una fiesta muy bonita con mucha comida y vino para celebrar que su papa José estaba de regreso.
Con el avanzar de los años, José cada vez era más viejo, se sentía cansado y un día se desmayó. Él estaba solo en el vagón y nadie pudo ayudarlo rápidamente. Por casualidad pasaba una mujer y lo vio, corrió lo más rápido posible para pedir ayuda, y llegaron a ayudarlo, los doctores regresaron a la vida a José, no sabía lo que venía.
José no recordaba nada, y todo esto sería un problema mayor, pues por el tiempo que José estuvo desmayado había quedado con parálisis y jamás iba a volver a hablar. José estuvo unos días en el hospital sentado en la silla de ruedas, sin poder hablar, ni buscar a su familia.
Los días pasaron y la enfermera que lo cuidaba veía que José cada día estaba más delgado, no quería comer, solo movía sus ojitos cuando veía a la enfermera, pues ella era la única que le hablaba, que lo hacía sentir útil, que era de ese gran hombre llamado José, que había criado a un hijo y dejado a sus padres por el vagón. Un hombre libre que había recorrido millones de pueblos y conocido gente tan linda.
José, atado a esa silla de ruedas, y a ese parche que jamás lo haría hablar, lloraba todos los días, pues nadie lo visitaba, y como si su familia no sabía dónde estaba. Era tan triste ver a José sentado sin poder moverse, que cada día que pasaba era más triste; la enfermera se daba cuenta que José tenia los días contados, decidió buscar a su familia y como pudo encontró a la mujer, llena de canas y arrugas.
José al ver que ella entraba al cuarto, movía los ojitos como loco, desesperado por querer hablarle a su mujer, los dos llorando de emoción y tristeza, pues José no podía decirle cuanto la amaba.
Pasaron sólo dos días y José dejo de sufrir, cerró sus ojos y en su mente dijo:
“Jamás olvidare mi vagón, que me dio lo mejor de esta vida, mi mujer y mi hijo que tanto amé…”

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